Obra ganadora del 1er Concurso Literario AVAA. Categoría Narrativa.
No conozco lo que es el suelo firme. Antes de poderlo decidir ya estaba
embarcado en un tren cuyo destino siempre fue un misterio para mí. No te equivoques,
no pienses que ha sido por falta de curiosidad. Mucho he preguntado a los pasajeros que
me han acompañado en el viaje, he insistido hasta la saciedad. Aunque muchas
respuestas he recibido a lo largo de estos años, la gran mayoría, por no decir todas,
carecen de significado. Son palabras huecas, vacías, grises, dichas para salir del paso.
Por supuesto, ¿qué importancia puede tener la pregunta intrépida de un joven inexperto?
Si, hay mil cosas que hacer antes de que el tren llegue a destino. No importa cuando
lleguemos, lo importante es que un joven como yo no pierda el tiempo, reza la sentencia
de los que están en cautiverio.
Tomé la decisión entonces de no perder más tiempo. Era sencillo hacerlo, no
preguntaría más. Sabía que aunque el tren se movía y mi cuerpo cambiaba, a medida
que mis células nacían, crecían, reproducían y morían una y otra vez, no me estaba
dirigiendo a ningún lado. Estaba instalado por defecto en aquel vagón de aparente lujo,
alfombras de terciopelo, candelabros-LED y Wi-Fi perfecto. Todo terminaba siendo
negro, gris y blanco. No había permiso para observar a través de las ventanas, las
persianas debían estar clausuradas. Hay muchas cosas que hacer, recuerden, debemos
hacerlas todas antes de llegar. No tardaba en repeler un hombre trajeado impecable con
su aparición a los niños encaramados en la mesa –o tal vez escritorio- de uno de los
camarotes. Yo fui muchas veces uno de esos niños devueltos al suelo, que como repito
nunca ha sido firme, siempre está en movimiento.
No podía salir de aquel vagón todavía. Había encontrado un espacio donde no
solo dejé de perder el tiempo, sentí que empezaba a ganarlo. Había estado buscando un
lugar donde pudiese refrescar mi vista del repetitivo panorama de persianas cerradas,
personas encapsuladas en pantallas y una danza asíncrona de teclados. Busqué durante
mucho tiempo, observando por la ventanilla de cada camarote a lo largo del pasillo de
este amplio vagón. Encontré replicas exactas de la fotografía de la cual quería escapar.
Llamó mi atención un camarote algo antiguo y descuidado, la madera de la puerta
estaba manchada, las astillas sobresalían a lo largo del borde. Las paredes estaban llenas
de accesorios que daban algo de color a aquel lugar, colores que nunca había visto
antes. Un anciano vivía allí, era algo regordete, cabello plata desordenado, era el último
que restaba en el vagón.
Durante días pasé frente a su camarote para captar a través de su ventanilla un
nuevo detalle. Para mi sorpresa, aunque los adornos continuaban en la misma ubicación,
cada vez que iba sentía descubrir algo más. Lo hice rutina, cada día iba, hasta un día en
que la puerta del camarote se abrió dejando ver la silueta pacífica del anciano. Me invitó
a entrar.
Era la primera persona que lo visitaba en años, desde que su esposa bajó del tren.
Nadie más lo había visitado, todos estaban demasiado ocupados en no perder el tiempo.
Me miró al rostro, como muy pocas veces lo hacían conmigo, en sus ojos azulados, la
calma que generaba me hacia percibir su honestidad. No me podía resistir a preguntarle:
—¿Por qué me dejó entrar? No me conoce.
—Te conozco lo suficiente como para saber que no eres igual a los demás. Te
sientes perdido, estás en una búsqueda, no sabes por dónde comenzar —decía con una
voz tan serena como los rayos del Sol escondiéndose al atardecer.
—Necesito saber a dónde nos lleva este tren —dije inquisitivo—. Todos me
piden qué no pierda el tiempo, hay muchas cosas que hacer, pero, ¿para qué? Si no sé a
dónde llegaré.
–¿Te has preguntado qué es el tiempo?- la calidez de su voz había pasado a ser
un frío estelar.
La noche se abrió paso por mi cuerpo para revelarme una pregunta esencial que había
dejado pasar. No sabía que responder. La pregunta me había paralizado.
—No te preocupes muchacho. La misma pregunta te llevará a la respuesta.
Después de aquel intercambio, volver se convirtió en algo cotidiano y necesario.
Debía aprovechar la oportunidad de escucharlo, quizá podría encontrar las pistas que me
permitieran dar solución a mis inquietudes sin respuesta. Me sumergí en sus relatos de
cuando la comunicación era través de la voz y no existían las pantallas. Me hizo
trasladar a aquellos días cuando en el tren, con sus grandes ventanas abiertas, entraba
todo el esplendor del color desde el exterior. Lo acompañé a esos momentos cuando se
enamoró por primera y única vez, a aquellos instantes cuando las despedidas se hicieron
una constante. Lo escuche con plena atención sin embargo nunca mencionó el tiempo o
el destino. Mis dudas seguían allí, flotando con mayor desesperación. Decidí, pues,
dejar de frecuentar al viejo retirado y buscar en otros lados.
Compré la salida de aquel vagón. Explorando nuevos lugares y personas la
suerte de mis preguntas podría cambiar. Así trabajé por algunos años, me encapsulé en
mi pantalla, me introduje en la danza de teclados sonantes, complaciendo a todos
quienes afirmaban que ya no estaba perdiendo el tiempo. En efecto, así lo creí, pero no
por la razón que ellos lo hacían. Ahorré lo suficiente para comprar un boleto a un nuevo
vagón, con la esperanza de ver todo lo que el viejo retirado me había relatado. Y así, tal
vez, hallar las repuestas que tanto había evadido darme. A los treinta años logré dar el
paso, para descubrir que no había mucha diferencia. Estaban allí las mismas capsulas,
los mismos teclados danzantes, los mismos lujos, solo que la decoración mezclaba
ahora el marrón, beige y blanco. En aquel lugar mi camarote era el único donde alguien
aparentaba tener un objetivo distinto, diferente a trabajar tanto como se pudiese para
como ya se sabe, no perder el tiempo. Solo podía elegir entre quedarme o devolverme a
mi hogar. Así me incorporé de nuevo a trabajar.
A los cuarenta, decepcionado, volví al vagón original. Había abandonado el
lugar y a la persona que quizá más cerca de mi respuesta me podía llevar. Apenas pude
abandonar la recepción corrí hasta el fondo del pasillo, al hogar del viejo retirado, pero
ya se había bajado. Sobre el mesón principal del camarote descansaba una nota.
La pregunta es tu respuesta.
Allí, de pie en el camarote, mientras mi mirada permanecía perdida en la hoja, lo
comprendí todo. Mis respuestas las tenía cada una de sus palabras, pero no era lo
suficientemente maduro para entender más allá de la superficie. Ahora él no estaba.
Entendí que no solo se viaja cuando se cambia de sitio, también cuando las memorias te
trasladan a otros tiempos y sentimientos. Que todo tiene sentido, en la medida que la
memoria pueda ser cultivada y nutrida tanto que, el día que tengamos que cerrar el
camarote y bajar del tren, podamos estar satisfechos cuando hayamos llegado a destino.
No sabía que él, con su pregunta, terminaría siendo al mismo tiempo el motivo de mis
respuestas.
Me tomó mucho tiempo comprenderlo. Aunque nuestros ojos no vieron lo
mismo, siento que debo honrar su memoria relatándote a ti, el joven que me vio a través
de la ventanilla de mi camarote, la historia de cómo viajé en el tiempo.